jueves, 12 de junio de 2008

Una obra magna de la nicaraguanidad

Jorge Eduardo Arellano
aghn@ibw.com.ni

En 1974, comentando la primera edición de El habla nicaragüense (San José, C.R. Educa, 1973), Franco Carutti se refirió —entre otras excelencias— a la vena humorística que desplegaba el autor de esa obra, la cual valoraba como “instrumento básico de toda investigación, traducción o búsqueda filológica, relacionada con el idioma nicaragüense”. Aunque confundiendo el concepto de idioma por el de habla, le asistían no pocas razones.

Hoy, con la séptima edición —enriquecida con nuevos ensayos, ausentes en la sexta, que ya difería ampliamente en páginas y trabajos de la princeps—, tales razones se multiplican y lo que tenemos a la vista es una ópera magna de la nicaraguanidad, una permanente obra de consulta y estudio que nos enorgullece y debemos agradecer a Carlos Mántica Abaunza.

Esos nuevos ensayos suman catorce. ¡Así se habla, j…” es el primero. Breve prólogo recapitulador de casi todos sus aportes, recurre en él a ejemplos reveladores y amenísimos: rasgo esencial de su estilo, como lo señalaba Carutti hace treinta años. Pero no cabe transcribir algunos. Sólo una de sus afirmaciones fundamentales: “el distintivo general del nica es su manera de hablar. No sólo por sus gritos (la conversación de cuatro nicas sentados en una mesa puede seguirse sin dificultad desde el extremo del salón), sino por la diversidad y riqueza de su vocabulario” (pág. 13).

Un vocabulario que Mántica Abaunza compila en sus más diversas expresiones y hasta una exhaustividad inalcanzable por sus colegas precedentes y actuales, observando la creatividad imaginativa que lo identifica. El nica no define el vocablo, lo ilustra —sostiene— para concluir que, al margen de las diferencias sociales y culturales entre nosotros, el Habla suple a la Lengua. Es decir, la necesidad comunicativa —peculiar de los nicaragüenses— al sistema de convenciones del español general. Porque, como decía en broma un diplomático alemán, aquí hablamos más bien “nicañol”. “Gracias a Dios —precisa Mántica Abaunza—, también hablamos castellano: Máj o méno”, aludiendo a la aspiración de la /s/ convertida en /j/ y a su disolución que caracteriza a nuestra fonética.

Otro ensayo que incorpora Mántica Abaunza es Evolución de la lengua náhuatl en Nicaragua, es su título y tema: todo un detallado recorrido en tres etapas de la variante del náhuatl hablado en nuestra tierra desde la llegada de los españoles a finales del siglo XVIII. A saber, una inicial de 1523 —año del encuentro entre González Dávila y el cacique Nicaragua— a 1560 aproximadamente, en la cual nuestro náhuat (sin ele) o nahuate —como se le denominaba a sus vestigios a finales del XIX— no sufre cambio alguno. Otra de 1560 a mediados del XVII, cuando se incorporan sustantivos castellanos, pero el nahuate se conserva estructuralmente íntegro. Es el momento en que surge la versión original de El Güegüense. Y la última etapa, que podría llamarse de “inculturación”, abarca de 1650 a 1700, generándose la impronta de la cultura y la lengua castellanas; durante ella, se elaboró la versión que conocemos de El Güegüense, cuyos escasos parlamentos en nahuate revelan una castellanización del mismo.

En esta línea nahuatlonómica, profundizada por Mántica Abaunza como nadie (recuerdénse los 570 “nahualismos” nicaragüenses de su diccionario, el más acabado y extenso), vale la pena subrayar uno de sus descubrimientos. Me refiero al fenómeno que en 1858 advirtió don Juan Eligio de la Rocha en nuestra lengua oral que convierte en agudos los nombres graves y esdrújulos cuando se usan en vocativo para llamar a distancia, prolongando la sílaba en el acento. Octavio Robleto, en uno de los breves poemas de su primer poemario —escrito en 1955— recogía esta peculiaridad: “Marillitáaa!/Quéee?/ Marillitáaa/ Quéee?/Nada, nada./ Quería oirte decir qué”.

Sin embargo, en esta reseña no quiero limitarme a reiterar la calidad de las aportaciones linguísticas de Mántica Abaunza (en el segundo prólogo de esta séptima edición la puntualizo sintéticamente), destacando las nuevas: Dos personajes inolvidables, Pura jodarria y Carta en refranes. A saber, respectivamente, la transcripción de las expresiones características de dos personajes típicos de nuestro pueblo: “la señora que se acordaba de todo” (una “Tula Cuecho” de clase social más acomodada) y “la que de nada se acuerda”; una aguda y jocosa disertación inolvidable sobre las variantes “nicas” del vocablo joder, ya tratado con seriedad por el veterano colega Enrique Peña Hernández (Lengua, Núm. 11, marzo, 1966, pp. 121-122): El verbo joder y sus derivaciones; y otra ejemplificación paremiológica, sólo comparable a la Carta sobre los decires de mi tierra, de Omar D’león, que difundiera en su revista Cenizas Rolando Castellón a principios de los años 80.

Precisamente, otras dos contribuciones paremiológicas se leen en El habla nicaragüense y otros ensayos: su Refranero general —también el más completo y extenso que se conoce, aunque sin explicar, para un público extranjero, el significado y contexto de los refranes— y su Introducción a cantares nicaragüenses (1995 y 1987), obra compilada en coautoría con César A. Ramínrez y a la cual dediqué un comentario objetivo en Lengua No. 9, marzo, 1995. Ahí señalaba que, desde los Romances y corridos nicaragüenses (1946) de Ernesto Mejía Sánchez —la mayoría de los cuales se insertan en los Cantares—, no había surgido otro trabajo similar.

Dos trabajos sobre ese teórico de la nación e intérprete de nuestra psicología colectiva y realidad coyuntural e histórica que fue PAC (Con la música por dentro, Pablo Antonio, Sor María y El Diablo) se agregan, sin desarmonizarla, a esta séptima edición. Igualmente, una nota sobre Matagalpa y sus gentes (el primer libro de Eddy Kühl), un prólogo al mejor libro sobre la comida nicaragüense (el de Jaime Wheelock), que contiene la magistral retahíla de nuestras 151 frutas comestibles y otro prólogo a la genealogía de los Argüello (la familia de mayor arraigo y proliferación del país) de ese experto en la materia que es Norman Caldera Cardenal; unos antológicos, vivenciales Recuerdos de la vieja Managua, más una esclarecedora monografía sobre los indios “Subtiabas” (cuya grafía correcta del siglo XVII prescinde de la /b/).

Finalmente, no podría faltar un resumen del reciente libro de Mántica Abaunza, editado por nuestra Academia de la Lengua: Tiempo, contexto y trascendencia de El Güegüense, cuyo comentario exigiría un espacio como el presente. Concluyo diciendo que esta obra no debería faltar en la biblioteca de ningún “nica” culto y del extranjero que aspire a conocer lo que somos y hemos creado como pueblo. Porque aún conservamos mucho de aquellas herencias que afirmaba nuestro Rubén en 1891: “Tenemos el ímpetu de nuestros abuelos indios, su fuego y potencia terrígena, y de nuestros padres españoles todos los fanatismos y pasiones”.

El autor es director de la Academia Nicaragüense de Lengua.

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